29 abril 2005

Imaginen el sonido de esto.

28 abril 2005

Anyone can play guitar

Destiny, destiny protect me from the world.
Destiny, hold my hand, protect me from the world.
Here we are with our running and confusion,
and I don't see no confusion anywhere.

And if the world does turn and if London burns,
I'll be standing on the beach with my guitar.
I want to be in a band when I get to heaven,
anyone can play guitar and they won't be a nothing any more.

Grow my hair, grow my hair, I am Jim Morrison,
grow my hair, I wanna be, wanna be, wanna be Jim Morrison.
Here we are with our running and confusion,
and I don't see no confusion anywhere.

And if the world does turn and if London burns,
I'll be standing on the beach with my guitar.
I want to be in a band when I get to heaven,
anyone can play guitar and they won't be a nothing any more.

Their Magesties Radiohead

27 abril 2005

Un amigo envía diariamente citas de personajes famosos. Una de ellas decía que "todos los animales, excepto el hombre, entienden que la vida es para disfrutarla". Bueno, encontré una foto para ilustrar esa cita.

Copy+paste

Una admirada amiga escribió en su blog una de esas joyas que a veces uno suelta al azar por odio, por amor o por ambas cosas a la vez. Dice Brissia: "... un hombre lleno de defectos perfectos para mi." Simplemente me encantó la frase.

Me voy, Martita

Bueno, Martita, me voy. Todo este asunto del atraso de la jubilación, de la mierda de ayuda del Seguro Social que alcanzó solo para uno de nosotros dos, y también mi poca actitud para asumirlo todo -lo admito-, me llevó a este punto en el que ya no siento nada, como si anduviera con mis pantuflas por el piso recién encerado; todo lo que toco ahora es como de espuma, y en este estado anestésico puedo decirte adiós sin que me tiemblen los labios y las manos.

Quédate así dormida. En alguna parte leí que cuando uno le habla a la gente mientras duerme es cuando mejor recuerdan lo que uno quiere decirles; así que te digo “Gracias, Martita”. Gracias por si en algún momento entiendes que esta era una decisión tomada, aunque te afecte a ti directamente. Pero no te vas a quedar sola -al menos no más sola que yo-. Ya me aseguré de que cuiden de ti mejor de lo que estaba cuidándote yo.

Me gusta verte dormir. Aunque fuera con las pastillas, siempre me gustó verte así serena y no con esa eterna impaciencia en tus ojos. Así, así quédate, por favor, duerme un rato largo y cuando te despiertes no me culpes. Échame de menos si quieres, pero espero haber entendido en esas miradas tuyas que ya sabías que de una u otra manera, tarde o temprano, yo me iría.

Ya está, entonces, Martita. Si te llevan de regreso a casa, por favor, no te acerques al baño, no vale la pena que me veas como yo me vi cuando me despedí de mí.

Dolores de crecimiento

A Daniel ya no le sorprende la frecuencia con la que regresa aquel recuerdo. Ahora sabe que en ese momento hubo algo más que el nudo de la frustración ajustándose a la garganta como la corbata del uniforme del Colegio Salesiano, o el calor insoportable subiendo por el cuello, las mejillas rojas, los dedos clavados en el envoltorio del paquete recién llegado, la compasión de Mamá, las risas de Ricardo y de Mario, sus hermanos mayores...

Hasta entonces la actividad favorita de Daniel había sido -una vez terminadas las tareas y llegada la noche- tomar una silla plástica del patio, trepar la barda y brincar al techo para recostarse sobre las tejas, por encima de la incandescencia de los faroles de la calle, para alcanzar a ver el cielo negro, muy negro del otoño, con diez… treinta… ciento veinte… doscientas cincuenta y cinco… trescientas treinta estrellas azules, muy azules casi en la punta de su índice extendido que las iba contando una por una, o de cinco en cinco.

"¿Qué tanto habrá que estudiar para ser astronauta?, ¿habrá que saber muchas matemáticas? ¡Uy, matemáticas!, ¡que a mí me pidan cualquier cosa menos matemáticas!, aunque para ir hasta allá, hasta aquella que se ve como ovalada, me aprendería la regla de tres simple y la de tres compuesta, ¡y hasta las tablas con cuatro y cinco cifras me aprendo! ¿Qué puede haber mejor que estar ahí en esa oscuridad flotando entre Saturno y las lunas de Júpiter? ¡Yo voy a ser astronauta, aunque tenga que estudiar matemáticas!"

Abajo, en la calle, los otros chicos jugaban a las “escondidas” escapando también de la incandescencia de los faroles, lo mismo que hacían Ricardo y Mario junto a sus amigos, que se veían también como otras estrellas lejanas pero rojas que se encendían y apagaban dando las primeras “pitadas” a unos Chesterfield arrugados de tanto estar escondidos debajo del colchón.

Una o dos horas después Daniel ponía un pie en la barda, luego el otro en la silla, luego brincaba al patio y entraba a la casa por la puerta de la cocina con una sonrisa infantil y orgullosa que su madre adoraba, pero que ya no se correspondía como lo había hecho siempre con la sonrisa de María Eugenia, su hermana gemela.

María Eugenia ya no reía tan seguido y más bien se ruborizaba ante los comentarios de los varones de la casa acerca de los pequeños sostenes colgados del tendedero junto a los de Mamá, y por los mensajes para ella de parte de los amigos de sus hermanos. Ella evitaba cualquier alusión a lo que pudiera estar pasando por dentro y por fuera de su cuerpo, pero sí tomaba partido crítico ante cualquier situación que afectara el orden doméstico. En cambio Daniel parecía de verdad en otro mundo, mirando todo con ojos infantiles, pero con una mirada indefinida. Con esa mirada indefinida iba descubriendo cada vez más parecidos entre María Eugenia y Mamá, pero se exprimía pensando en qué es lo que realmente les encontraba de parecido.

Esa mirada de Daniel se definió aquel día de pie frente al paquete recién llegado, con los dedos clavados en el envoltorio y entre las burlas de sus hermanos: el sueño del astronauta se quedó arriba, en el tejado, y el primer paso hacia la carrera espacial que alguna vez se imaginara, se quedó definitivamente en la cocina: el paquete que debía contener el telescopio de tres cuerpos y 240X de zoom que ofrecían en la publicidad de Canal Once, se había convertido, por la gracia ineficaz de las ventas por catálogo, en una pequeña máquina para hacer yogurt de marca desconocida y de una capacidad de producción de medio litro cada dos horas.

Todo el entusiasmo infantil y los nueve planetas, uno por uno, se fueron por el agujero negro de su frustración hacia una dimensión que Daniel tardaría años en reconocer como un punto fundamental, como una bisagra en su vida, cada vez que se recordaba a sí mismo parado frente al paquete desenvuelto y ante la mirada compasiva de Mamá.

La máquina de hacer yogurt se convertiría en una placa recordatoria, como un diploma de esos que se cuelgan en la pared y que certificaba la “graduación” de Daniel hacia una nueva etapa de su vida. No necesitaba llevar su nombre grabado, ni nada por el estilo; cada vez que se reunían todos a comer en la mesa de la cocina, alguno recordaba la presencia inerte de la “yogurtera” atormentando con bromas de todos los calibres a Daniel que terminaba dejando los cubiertos junto al plato a medias y salía corriendo a encerrarse en el “baño chico”.

En esa casa de tres habitaciones, dos baños, tres hijos varones, una mujer, una mamá omnipresente, un papá casi ausente y una yogurtera, el “baño chico” era el único reducto donde recluirse a pensar. Era bueno para auto-contemplarse y también para auto-complacerse, algo que Daniel estaba empezando a descubrir. El berrinche de la comida acababa golpeando la pared, descargando la furia con los puños sobre la toalla, seguía luego sentándose en el retrete y recostándose sobre el tanque del agua, descansando la espalda e inhalando una buena bocanada de aire; continuaba con un suspiro y la mano derecha acompañando el pecho que bajaba, ya sin aire, y siguiendo por el vientre hasta perderse debajo del cinturón y más allá. Pronto los ojos se cerraban y la caricia iba despertando imágenes que Daniel nunca había visto antes en su imaginación de niño: el cuello de la muchacha que subía al autobús todas las tardes, los muslos de la profesora de inglés, el perfume que dejaban los viernes en la habitación las amigas de su hermana, los hombros de... de... ¡Ahh! La liberación. El olvidarse de todo y el sentir la distensión materializada en una humedad pegajosa en su mano. La cara de despreocupación frente al espejo, la sonrisa... la vuelta al asiento en el retrete, la búsqueda consciente de las figuras sin poder definir las caras, sólo hombros, sólo cuellos, caderas, muslos, cabellos, cinturas, ¡hombros!, ¡cabellos!, ¡muslos!... “¡Ricardo! ¡Ricardo, carajo! ¡¿qué hace Ricardo mirando por el tragaluz del techo y riéndose a las carcajadas?! ¡Carajo!, ¡carajo!, ¡qué vergüenza! ¡¿Qué hago ahora?!, ¡¿con qué cara salgo?! ¡Primero la yogurtera y ahora esto!, ¡que no se lo cuente a nadie, por favor, que no se lo cuente a nadie!, ¿qué hago, qué hago? Dios, prometo que si Ricardo no dice nada, no lo vuelvo a hacer nunca más. Dios, te lo juro, no lo vuelvo a hacer nunca más”.

Así Daniel empezó a sentir por primera vez el peso de una promesa incumplida y la presión de sus hermanos alrededor, en el colegio y en los “picados” de fútbol en el barrio. Exigían de él que actuara como “machito”, pero enseguida lo ridiculizaban haciendo aquella seña con la mano derecha y deletreando en silencio, pero con grandes y evidentes movimientos de los labios, el adjetivo que lo condenaba a seguir sintiéndose un niño sabiendo que ya no lo era nunca más.

Tanto Colegio Salesiano de puros hombres, tanta presión viril inútil, acabaron con Daniel repitiendo el primer año, pasando un verano entero de ocio, de fingir preparar materias para rendir en marzo, de treparse al techo ya no para contar estrellas, sino para contar muslos y cuellos y cabellos y hombros... hasta que, llegado un año más y soportados con indiferencia adolescente todos los reproches, burlas y castigos, se halló formando fila una mañana en el patio central del Instituto Güemes y con el mismo uniforme del Salesiano, pero con corbata roja, que por eso había elegido ese colegio su mamá.

¡Qué extraño se sentía, después de siete años, compartir el aula con mujeres! ¡Qué rico y qué distinto olía todo aquello!

“¡Del Monte!”, “¡Presente!”.

Aquella rubia de las trenzas, tan linda, para la que Daniel había imaginado nombres exóticos como Brisa o Magali, respondió “¡Presente!”, cuando el celador gritó “¡Pérez!”. ¡Pérez!, ¡qué manera tajante de volver a la imaginación de los pelos otra vez a la tierra: llamar a una muchacha por el apellido!

En el recreo, Pérez le dedicó dos miradas a Daniel que había empezado a platicar con Domínguez y a sentirse cada vez más liberado por la ausencia satelital de sus hermanos, vigilándolo, ridiculizándolo.

Sonó la campana. “¿Tú eres Del Monte?”, le preguntó Pérez en el aula antes de empezar la clase de Contabilidad. “Sí, Del Monte”. “¿Y qué eres de los de la peluquería?”. “¡Ah, ese es mi papá!”. “Tu papá venía a este colegio también, ¿no?”. “Sí, ¿cómo lo sabes?”. “Mi mamá lo conocía de las fiestas que hacían los chicos de aquí. Dice que era el más guapo del Instituto”. “¿Mi papá?”. “Sí, y tú también eres el más guapo del Instituto”.

Fue un disparo a la mente y al centro del pecho. Daniel sólo pudo bajar la cabeza y contemplar algo de su vida que se iba vaciándole los pulmones y cortándole la respiración; Pérez (María Violeta), había puesto frente a él algo más grande que aquel paquete que debía contener un telescopio: la intriga, el temor y el deseo, abrieron la puerta hacia este nuevo estado donde, después de unos cuantos años, Daniel desenvuelve recuerdos esperando que esas vivencias lo hagan sentir tan vivo como entonces.

26 abril 2005

La humillación

¿Así que tú crees que cinco años son mucho tiempo?, ¿mucho tiempo para qué?, ¿mucho tiempo para olvidar? No, para olvidar no alcanzan cinco años; uno nunca termina de aprender cuánto tiempo hace falta para eso. Tal vez tú, por ser un hombre de edad, pienses -como dices- que hay que vivir el momento, que el futuro llega muy rápido... Y, tal vez sí; tal vez el tiempo pasa así, volando, pero el olvido nunca llega; el olvido es un horizonte, ¿sabes?. Al menos lo es para mí. ¡Cuánto llevo ya masticando los vidrios de ese recuerdo que no puedo tragar! Y no es aquel momento en sí mismo el que regresa, sino las caras de tus nietos: Marito no encontraba una expresión -¡pobrecito, mi vida!-: igual que cuando armábamos el rompecabezas sobre la mesa, ¿recuerdas?, cuando él volteaba y volteaba una pieza para que encajara en un hueco; así igual tenía aquella expresión nueva que no hallaba lugar en su carita. Violetita... ¡mi niña!... a ella sólo le veía llorar y esconderse tras las faldas de su mamá, aterrorizada. Y tu hija Julieta -ella siempre fue una mujer fuerte-, ella cobijaba a la niña y gritaba y maldecía con unos ojos que jamás le había visto, con un vigor que ni yo ni tú -que somos hombres- tenemos, y con un aferrarse a la vida que a mí siempre me costó demostrar.

Es confuso. De verdad reconozco que, así, visto a la distancia del tiempo, tú puedas verlo distinto; sobre todo porque si tengo que argumentarlo, pues, todos son reproches hacia mí mismo, por las caras que les vi a tu hija y a tus nietos aquel día. Sin embargo, la cara de este tipo se me ha ido desvaneciendo, como sumergiéndose en un estanque, muy adentro. Nada de lo que él me hizo dejó huella en mi cara. Tú lo sabes; nadie siquiera notó los moretes y los dientes nuevos.

Ahora que lo pienso, creo que yo ni siquiera estaba atento a él en ese momento: yo sólo miraba a mis niños y a Julieta con la barbilla temblándome incontenible, con un caldo de sangre y piedras en la boca, de piedras que eran mis propios dientes, con mis ojos desconcertados, tratando de mirar más allá de las expresiones de los niños, de tu hija, buscando algo en ellos, en su interior, algo que los desconectara, que les evitara ver a su padre, a su esposo, rendido en el suelo.

Mira, te voy a dar la razón desde un solo punto de vista: sí, cinco años han sido suficiente tiempo, pero suficiente para ver las cosas desde todos los ángulos; y, desde todos, me sigo dando la razón, porque éramos una familia -tú lo sabes-: “la casa, el papá, la mamá, el niño, la niña, los abuelitos, el perro... y un vecino hijo de puta”; ¡es ideal!, ¿a poco no? ¡Dime si han sido suficientes estos años para olvidar lo hermoso que era entonces, con la familia y la casa, con todo y perro!

¡Vamos!, ¡tú querías a aquel perro tanto como los niños; tanto como lo queríamos tu hija y yo!, ¿cómo olvidarlo? ¿Qué hice yo, entonces? Lo que hice fue no olvidar; no olvidar en todos estos cinco años que llevo lejos de mis hijos, de Violeta, de mi familia, que aquel día -hace cinco putos años-, cuando ese hijo de puta golpeó de esa manera a nuestro perro, yo hubiera hecho lo mismo que hice ayer. Pero entonces no sabía usar un revólver y jamás había peleado en la calle con nadie. Por eso no me viste en unas semanas; por eso nos mudamos así, tan rápido; porque no pude defender a nuestro perro, porque no pude evitar que tus nietos y tu hija vieran a su esposo, a su padre, recibir una golpiza peor que la que había recibido el perro.
Tú, que eras mi suegro, que eres mi amigo, dime cualquier cosa, pero no me digas que ya había sido tiempo suficiente para olvidar. Dime mejor que cinco años fueron demasiado tiempo para aprender a usar un revólver. Yo seguramente me quedaré solo aquí encerrado por muchos años, y tal vez sólo tendré la amistad del abuelo de mis hijos; pero aquel hijo de puta, ése ya no volverá a patear a un perro nunca más.

Monólogo del gato

Un gato está enrollado en el sofá y sólo levanta las orejas y abre los ojos para mirar a su dueño que está parado junto a él con el control remoto en la mano esperando a que se quite.

"¿Quieres que me quite del sofá no? Pues a ver donde te sientas porque yo no pienso mover ni una uña, ni darme por aludido. ¡No, no es venganza, no! ¿Venganza por qué? ¿de qué? ¿de que me hayas puesto una liga de goma en las bolas para que se me secaran? ¡Pero, por favor! ¿a qué macho le puede molestar que le corten las bolas, y menos en un barrio como este? ¡Por favor! ¡ni pienses que es venganza o que estoy enojado contigo! ¡Es más, si tuviera un par de bolas más yo mismo me pongo otra liga de goma para que se me caigan!... ¿Tú también estarías encantado de que te las cortaran, no es verdad? ¡¡Pinche, vato, pero en qué manos vine yo a caer!! ¿Dime qué te da derecho a haberme hecho esto?"

El dueño estira la mano con tranquilidad para hacerlo a un lado. El gato se para alejándose y se estira clavando las uñas en el sofá.

"... ¡Quítate, no quiero caricias, ahora! ¡Mejor ponme agua en el plato, porque sino no solo se me van a secar las bolas! ¡Enterito me voy a secar! ... Ahhhh, ¿¿¿ves??? rasguño el sofá y te pones histérico... ¡¡pues lo voy a seguir rasguñando, mira.. mñññn... mñññn... ñac!! ¿Ves? yo también me pongo histérico, pero no porque voy a perder el tapizado del sofá... me pongo como loco porque ya perdí más que el tapizado... ¡perdí mis bolas! ¿¿entiendes?? ¿¿cómo que no entiendes?? ¡¡tú me pusiste esa puta liga!!"

El dueño se sienta donde estaba el gato y enciende la tele.

"¡Claro, ahora te pones a ver televisión! ¡y después el indiferente y el extraño soy yo!... ¡No, no, pero... claro, ahora sí que soy un extraño, ya no tengo bolas! ¡¿cómo no voy a ser un extraño?! Y tú dejas abierta la ventana como si yo tuviera la mínima intención de irme a la calle a andar por los techos... ¡menos por los techos! ¡quien me vea desde abajo no va a saber qué carajos soy, si hembra o macho! ¡Así que cierra la ventana, nomás! ¡ni aire fresco entra para calmar estos calores que me dan ahora! ¡Y para acabarla, están todas injundiosas en esta época!"

El gato salta al piso y empezó a dar vueltas entre las piernas de su dueño

"¡¡Cierra la ventana de una vez!! ¡¿no oyes cómo grita la siamesa de la panadería?! ¡Y yo ni para cantarle serenatas estoy! ¡hasta la voz finita me dejaste, cabrón!
¿Pero qué creías? ¿qué me iba a quedar embarazado? ¿qué te iba a traer hijos a la casa?... ¡Ahhhh, pinche siamesa cómo grita, cómo gime! ¡Haz algo, cabrón!, ¡cierra la pinche ventana que hay algo que ya no me aguanto pero no sé qué es! ¿Serán ganas de escribir poesía? ¿de hacer arreglos florales? ¿de cantar ópera? ¿o de partirte la madre? Ya no sé... no sé... lo único que sé es que voy a rezar para que esta noche, si viene tu morra y te tienes que volver a poner esa gomita ahí, se te quede pegada y te la saques con todo y esa madre ahí adentro ¡ja!"

Caminando

Tal vez perdió una disputa en un sueño y se despertó humillado, pero enseguida recobró la altivez al darse cuenta de que sólo había sido eso, un sueño. En la regadera la idea del sueño seguía dándole vueltas, el inconsciente ganaba espacio y él apretaba la esponja con furia, quería desquitar lo sucedido, aunque haya sido sólo un sueño. Ya en la calle, maldijo a la lluvia por los charcos, aunque sólo aparecieran un par de veces al año; maldijo al embotellamiento, a las escobillas del wiper, al autobús que se detuvo en medio del carril, a los topes amarillos de la Ruta Triunfal...; sus manos se clavaban con fuerza en el volante, los dientes apretados, las piernas tensas, el humor denso y caliente como café. Por fin una víctima, un chivo expiatorio, un caminante aislado en la banqueta, junto a la calle, rodeando un enorme charco; un blanco perfecto. El caminante lo vio venir, midió la distancia y la velocidad y creyó alcanzar a cruzar antes de que el carro pisara el charco. El carro aceleró, el chofer apretó los dientes en una sonrisa de desquite por la maldita mañana de lunes, entró al charco y levantó una ola gris, como de café aguado, pero el agua no alcanzó al caminante que siguió pendiente de sus auriculares y del aire limpio de la calle después de la lluvia.

Creído de su victoria, de haber embarrado a aquel caminante solitario, aflojó el pie del acelerador, llegó al trabajo, saludó a todos más desahogado, colgó el saco en el respaldo de la silla, fue hasta la cocina, tomó una taza, sirvió el café, su mano golpeó accidentalmente el borde del microondas y embarró su camisa.
El caminante llegó sonriente a su trabajo, preparó una taza de té caliente y se sentó a escribir.

Caminando

No había visto tanta paz en la cara de mi abuelo como le vi esta vez, bajando por las escaleras de su casa, mirándome a los ojos con una sonrisa suave y tranquila. Desde que murió hace dos años lo soñé muchas veces, peregrinando por mis sueños, caminando como siempre le gustó caminar.

Lo veo como un anciano delgado, aunque la tranquilidad que transmite lo rejuvenece y se ve aún mejor que en las últimas fotografías que me enviaron de él.

El gran caminante llegó al pie de la escalera y entró a la sala donde yo lo esperaba. Se sentó en el sofá, cruzó las piernas y pude ver sus zapatos gastados, muy gastados, cansados, polvosos. “¿Te limpio los zapatos?”, le pregunté, pero él no hizo más que mirarme con la misma sonrisa de paz; yo, emocionado, sentí que era una despedida, lo abracé y le dije “te quiero mucho”.
Desperté muy en paz, sabiendo que tal vez, mi abuelo ya no vuelva a caminar por mis sueños, que andará en paz con la vida y con la muerte caminando por un parque, oliendo los eucaliptos que olía en su infancia.

Caminando

Sigo caminando. Hoy el pavimento hierve, pero eso no me impedirá seguir caminando. Atravieso los embotellamientos, miro las caras de la gente en los carros, en los taxis... Las caras no dicen nada, sólo dicen que quieren llegar, no importa a donde, pero llegar. Miro al suelo y veo la basura que avienta la gente; es increíble las cosas que uno puede encontrar tiradas en la calle. Aquí veo unas revistas de decoración (¡claro! ¿de qué sirve el feng shui en una calle donde sólo se rentan habitaciones con baño compartido?); más adelante una bolsa con juguetes, un señor de unos sesenta años saca juguetes de la bolsa y los revisa); luego el asiento trasero de un carro (aquí es un niño el que hurga en el hueco entre el asiento y el respaldo, seguramente busca monedas perdidas); enseguida unos zapatos de mujer, que no tendrían nada de extraordinario, si no fuera porque tienen los lazos rotos, como arrancados, y tienen además unas gotas de sangre (¿es sangre? Me detengo. Sí, si es sangre)... justo arriba de los zapatos, en un poste, un candidato sonríe. Es increíble las cosas que uno puede encontrar en la calle.