Claudio
Hace una semana tuve que enfrentarme a la dolorosa decisión de exterminar a un ratón que había hecho vivienda detrás de mi refrigerador. Poner la trampa de pegamento, esperar a que cayera y terminar con él, significó una media hora de dolor de estómago, culpa y desolación que no experimentaba hace años. No puedo matar a nada ni a nadie; no sirvo para eso; no puedo acabar con la vida de ningún animal, sea cual sea; prefiero rehuir la cuestión y hacer como que nada ha pasado. Pero un ratón en mi cocina significaba un problema que exigía una solución y, la única solución era sacarlo de allí. Como no iba a lograr ese objetivo manteniendo al bichito vivo; pues tuve que armarme de sangre fría y actuar. Resultado: el ratón cayó en la trampa, eludió mis escobazos con todo lo que le permitió su instinto de supervivencia y la debilidad de los golpes, pero finalmente acabó destripado y en la calle, y yo, de rodillas y de luto, aceptando con resignación las pesadillas de esa noche, en las que él regresaba junto a sus familiares para cobrar venganza contra mí.; una suerte de mafia de las alcantarillas que no pudo acabar con mi vida, porque cuando estaban a punto de hacerlo, yo me despertaba, sudando y temiendo por mi salud mental.
Todo esto viene al caso por mi plática de hoy con una de mis hermanas. Ella me cuenta que mi sobrino Pablo demuestra tanto amor por los animales como yo, y que, hace unos días se encontró una mantis en la alberca que arman cada verano en el patio de la casa. Enternecido, Pablo, sacó del agua a la mantis agonizante y la metió en una caja de fósforos para darle cristiana sepultura, pero notó que todavía podía dar más en este mundo y, como si de una resurrección o de un renacimiento se tratara, la bautizó como Claudio. Se llevó al recién bautizado a su habitación, lo metió en su cama sobre la almohada y lo tapó hasta el cuello con una sábana. Así lo tuvo durante días, vigilando su estado y sorprendido porque cuando lo miraba desde lejos, la mantis dormía y, al acercarse y tocarle sus patitas, parecía despertar y desperezarse como si de un verdadero convaleciente de una guerra se tratara.
Mi hermana por fin convenció a Pablo de que ya era momento de que Claudio regresara a su lugar en el patio, entre las ramas de la planta de ají locoto; y allí lo llevaron, no sin antes despedirse con un saludo militar, significando las medallas ganadas en la lucha naval en la alberca de 2 x 3,50 de ese patio que hoy sigue siendo su territorio.